Hubo una vez algo más que
fronterizos ojos alcanzando los argentinos campos. Detrás de ellos cabía una
historia, diez dedos, cien caminos, mil muertes; todos ellos, productos
sangrientos de una artillería que curvó sus sueños.
El italiano regresaba de la
muerte. Pero… ¿Adónde, si su patria yacía manchada de dolores, destrozada por
la guerra, por el hambre y el silencio?
¡Cuántas horas, cuántos
días, cuántos meses se escapó su corazón a espiar otros lares! A lo lejos,
parecía elevarse del polvo un coro de ángeles vitoreando su arribo, extendiendo
sus alas señaladoras de fértiles oportunidades.
Ese fue el comienzo de su
historia. Su nombre, acaso evocaba tristeza de morteros y retumbe de huidizos
pies descalzos. Quizá fue éste el artilugio nefasto que inspiró paradojalmente
a perpetuar el pasado. Mas, luego, ese nombre se transformó en la esencia de la
vida. Ya no explotaba, no destruía. Ahora machacaba heridas viscerales,
blanquecinas de trigo. Ahora desgranaba pesares, con la fuerza callosa de unas
manos esperanzadas de futuro. Ahora era una herramienta de progreso,
prometedora de cambios, creadora de melodías.
En esa Morteros nací y
crecí. Y, aunque el tono acordobesado de mi hablar me abandonó hace tiempo, mi
sangre cuartetea al recordar sus calles, la casa de Agapito y su morera, la
carpita del “Viejo Carranza” cerca de la iglesia, la bomba de agua del vecino
que se apiadaba de todos los sedientos, las rosalindas que cubrían el chalet de
la otra esquina, las frutillas de doña Sofía y su enorme corazón, las…
Cómo olvidarte, Morteros, si
la libertad te llamó a gritos, y acudiste sin pestañar, olvidándote de tu
dicotomía terruña, y aunando esfuerzos… por progresar.
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