jueves, 18 de septiembre de 2014

Corporeidad (G. B. I. - 12/12/2011)


Conflagración cubista (G. B. I. - 24/03/2012)

Arden las traviesas alrededor de la comida
los fervientes manotazos no las ahuyentan
se ríen de tanta abundancia
el soberano centellea dándole sabor al manjar
te noto serio querido
olvidaste tu maleta en el sillón
iridiscentes sus ocelos perciben todo
hay olores y aromas difíciles de repeler
disfrutan y disputan sus derechos
cacémoslas y disimulemos la retirada


Con (G. B. I.)

Con estos centímetros
de menos en el vientre,
y el siempre bienvenido
atuendo con cierre.

Con esta cosmética
vulnerable al llanto,
y los nunca suficientes
pañuelos de mano.

Con los mismos perfumes
detrás de los lóbulos,
y sobre esas partes
faltas de rótulos.

Con este gran pasado
pisando mis talones,
y mis piernas corriendo
por mil direcciones.

Con este moderado
contenido de sangre,
y sus mil kilómetros
de excesiva carne.

Con mi mano izquierda
para llevar el reloj,
y con la derecha
para decir stop.

Con este modernismo
de consumirlo todo,
para calmar la ansiedad
y olvidar que vivo.

¿Qué más puedo agregar?
Con todo eso te espero.
Pero te tardas, y quedo
deshojando libertad.




Clepsidromanía (G. B. I. 03/02/2012)

Clepsidrantes compulsivos,
vimos desmoronarse nuestro ilusorio castillo,
arenoso como un desierto,
sediento como un sauce llorón y,
sin epigramas ni epitafios,
aherrojados al confín de los relojes,
nos brotó un adiós salitre,
exento de salvación...


miércoles, 17 de septiembre de 2014

Caloicatura de una espera (G. B. I.)

   ¿Se acordaría de ella? Tenía diez años cuando él partiera para España, mandado por sus padres a terminar sus estudios; debía ser un abogado ejemplar.
  Sus cabellos… ¿Tendrían aún el color de la miel de los panales del campo?
  Sus manos… ¿Habrían perdido el bronceado de la solanera?
  Y sus…
  El timbre retumbó en la sala, harto de no servir para nada. Ni siquiera el correo llegaba por esos lados. Ancestral y dilatada de espacio, la casona era casi un espejismo, o los trazos de una caricatura de Caloi.
  Se dispuso a abrir, con pesadez. ¿Quién sería? ¿Quién se atrevería a cruzar kilómetros de selva, sólo para verla? ¡Justo a ella! Ella que no era sino un trazo más de esa caricatura. Ya estaba vieja, como las tejas del techo; desteñida por la indiferencia, su propia indiferencia.
  ¿Vieja?... Se aproximó al espejo para sacarse la duda. -Ring… Ring…- Y el espejo le mostró un rostro ignoto, vacío de surcos, pues no tuvo ni lágrimas ni sonrisas que lo marquen con arruguillas. Le mostró un cuerpo de formas inalteradas, porque no tuvo motivos para que así fuera; no había sentido en su vientre ningún movimiento ajeno a él. Le mostró un cabello oscuro como el fondo de sus ojos; una ropa puesta al azar; un… -Ring… Ring…-
  No. No abriría. ¿Para qué? Pero… ¿Y si fuera él? (No… No). ¿Y por qué no? Tal vez Claudia le había contado que seguía viviendo en el bosque (aunque sola, sin sus padres) y decidió saludarla… ¡Qué ilusa! ¡Venir desde España sólo para verla! Si apenas era una chiquilla cuando Alejandro se fue, y él… él, todo un hombre de veinte años (¿o eran más?); robusto, varonil, maduro, con el instinto volátil de los pájaros.
  No. Seguramente era un turista perdido que venía a pedir orientación. -Ring… Ring…-
  No ladraron los perros, ya que no había; pero Caty, que estaba durmiendo en el sofá, maulló, como quejándose de tanto ruido.
  Abrió con desgano la puerta. Mas, al toparse con el cuerpo de un metro ochenta, sus párpados castañueleaban alucinados por la sorpresa. Era él: Alejandro, su Alejandro. ¡Bueno! Al menos, lo parecía. Botas negras, vaquero ajustado, sombrero raro, y el infaltable cigarrillo entre los dedos, de los largos (él siempre fumó de esos).
  El sol se adueñó del centro del cielo y, Caty, acostumbrada a comer a esa hora, encaró para la cocina. En la mesa, dos platos: uno para ella y el otro para Beatriz. Habría que agregar uno más; de todos modos, todavía no había terminado de cocinar y, la olla en el quemador, despedía un aroma exquisito.
  ¿Hacía cuánto que no se veían? ¿Veinte, treinta años? Sólo dos cosas coincidían con su partida: el sol de las doce y la tristeza de unos ojos sin pausa. Pero… ¿Qué importaba ya el ayer? Él estaba allí, apretujándola entre sus musculosos brazos, haciéndola olvidar si alguna vez perteneció a alguien, o si compartió con alguien la alfombra frente al hogar, o el espacio enorme de su cama, o… Nada más quería acurrucarse (también Caty lo hacía ahora en el mismo sofá) contra el pecho lampiño y húmedo de Alejandro.
  ¡Alejandro!... ¡Ah! , si supiera cuántas soledades lo había soñado así (y eso era siempre, porque siempre estuvo sola), tan viril, tan perfecto. ¡Tanto! , que hasta la pavesa del hogar le envidió su fuerza. Él quemaba más que el fuego. Y ella, zarza ardiente, que no se consumía ni intentaba apagar ese fuego, se dejaba abrasar.
  Declinaba el día cuando la ambulancia arribó al hospital. La camilla rodó hacia terapia intensiva. Portaba el cuerpo al rojo vivo de una mujer. Daba la impresión de haber estado en un gran incendio. Cabellos negros, de unos treinta años de edad. A su lado, sin lograr separarla de ella, una gata blanca le lamía el mentón.
  El informe policial confirmó que un escape de gas fue la causa del incendio. Una alarma avisó a todos los del edificio del fuego, los cuales salieron corriendo para salvarse. Todos, menos ella. Un bombero trató de reanimarla, mientras otro echaba agua para abrirle paso.
  -Pi… pi… pi…- (Miaauu)
  Su mente, fecunda de imágenes, sabía que ya no estaría más sin él. Sí, otra vez juntos: Ella y Alejandro… Y esta vez, para siempre…

  -Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…


Anhelo (G. B. I.)

Esos espacios de cólera,
esos momentos de furia,
esos instantes de rabia,
quisiera, no tengan tu nombre.

Ese sentirme agobiada,
al punto de botarlo todo,
mordiendo lo intolerable,
no debe tener tu nombre.

Mas, esa paz infinita,
ese amor más allá de mí,
esa esperanza de verte,
eso...te lo debo a ti.

Albur (G. B. I. - 03/03/2012)

Tu albur amoroso se disipó
en los hontanales de mi razón,
hasta evaporarse la imagen
que yo había fraguado de ti.
Sólo quedó mi yo depurado,
y un recuerdo fantasmal...



A Morteros, mi ciudad natal (G. B. I.)


Hubo una vez algo más que fronterizos ojos alcanzando los argentinos campos. Detrás de ellos cabía una historia, diez dedos, cien caminos, mil muertes; todos ellos, productos sangrientos de una artillería que curvó sus sueños.
El italiano regresaba de la muerte. Pero… ¿Adónde, si su patria yacía manchada de dolores, destrozada por la guerra, por el hambre y el silencio?
¡Cuántas horas, cuántos días, cuántos meses se escapó su corazón a espiar otros lares! A lo lejos, parecía elevarse del polvo un coro de ángeles vitoreando su arribo, extendiendo sus alas señaladoras de fértiles oportunidades.
Ese fue el comienzo de su historia. Su nombre, acaso evocaba tristeza de morteros y retumbe de huidizos pies descalzos. Quizá fue éste el artilugio nefasto que inspiró paradojalmente a perpetuar el pasado. Mas, luego, ese nombre se transformó en la esencia de la vida. Ya no explotaba, no destruía. Ahora machacaba heridas viscerales, blanquecinas de trigo. Ahora desgranaba pesares, con la fuerza callosa de unas manos esperanzadas de futuro. Ahora era una herramienta de progreso, prometedora de cambios, creadora de melodías.
En esa Morteros nací y crecí. Y, aunque el tono acordobesado de mi hablar me abandonó hace tiempo, mi sangre cuartetea al recordar sus calles, la casa de Agapito y su morera, la carpita del “Viejo Carranza” cerca de la iglesia, la bomba de agua del vecino que se apiadaba de todos los sedientos, las rosalindas que cubrían el chalet de la otra esquina, las frutillas de doña Sofía y su enorme corazón, las…

Cómo olvidarte, Morteros, si la libertad te llamó a gritos, y acudiste sin pestañar, olvidándote de tu dicotomía terruña, y aunando esfuerzos… por progresar.

martes, 16 de septiembre de 2014

Apetencia (G. B. I)

El embarazo de la luna, que esa noche era sólo suya, se desnudó en sus ojos, suscitando un brillo casi oblicuo y despiadado en ellos. Gemidos metamorfoseados se le agazapaban en la garganta, peleando por cobrar vida.
¡Quién lo hubiera dicho! Él, que siempre había sido  tan  dulce  como  sociable, ahora transmutado en un indómito ser, que precisaba esconderse del mundo para sobrevivir.
Ella se movió entre las sábanas, y su cuello quedó a la deriva de sus sueños y al alcance de apetencias ajenas. Olerla le producía una turbia ansiedad.
Ya se había aproximado a ella, cuando otro ser se le adelantó, succionó sus vericuetos yugulares y desplegó sus alas tañendo zumbidos rojiondulantes.
Un puntito color púrpura (¿o eran dos?) se contaminó de estrellas, invitándolo a verificar sus conjeturas más de cerca.
Diana volvió a moverse y él recapituló su pasado. Por antonomasia, recordó que también había luna llena la noche en que la conoció. La posición de la diosa en el cielo indicaba que debían ser las 02:00 a.m., aproximadamente.
Se hacía tarde. Era en ese momento o ¡nunca! Mas, daba pena despertarla. Diana viajaba en uno de esos sueños que, de tan placenteros, hacen dibujar una sonrisa en los labios del soñador.
¡Pero  sus  colmillos  afilados  tenían  sed!  ¿Cómo  frenarlos  si  tomaban resoluciones  por  sí mismos?
La luna, entre duendes ralos y mosquitos, se hacía más grande todavía. Sólo quedaba algo por hacer para dar por terminado aquel suplicio.
Reptando, salió de la habitación. Y las que antes fueran manos, provistas ahora de nueva piel, se le arremolinaban en anillos constrictores que cubrían su largométrico cuerpo. En el hogar, las lenguadas llamas de una hoguera lo invitaban a arrebujarse en ellas.
Ojalá que en la siguiente vida vuelva a encontrar a Diana, y que su estampa, no sea la misma que arde, mientras ella sigue dormida.



Corporeidad (G. B. I. - 03/12/12)



Cuando mis grises
holocáusticos
configuran la apoteosis
de lo incorpóreo,
tu azulino principado
reaparece, coloreando
lo invisible del amor,
y vuelvo a sentirte mío.