miércoles, 17 de septiembre de 2014

Caloicatura de una espera (G. B. I.)

   ¿Se acordaría de ella? Tenía diez años cuando él partiera para España, mandado por sus padres a terminar sus estudios; debía ser un abogado ejemplar.
  Sus cabellos… ¿Tendrían aún el color de la miel de los panales del campo?
  Sus manos… ¿Habrían perdido el bronceado de la solanera?
  Y sus…
  El timbre retumbó en la sala, harto de no servir para nada. Ni siquiera el correo llegaba por esos lados. Ancestral y dilatada de espacio, la casona era casi un espejismo, o los trazos de una caricatura de Caloi.
  Se dispuso a abrir, con pesadez. ¿Quién sería? ¿Quién se atrevería a cruzar kilómetros de selva, sólo para verla? ¡Justo a ella! Ella que no era sino un trazo más de esa caricatura. Ya estaba vieja, como las tejas del techo; desteñida por la indiferencia, su propia indiferencia.
  ¿Vieja?... Se aproximó al espejo para sacarse la duda. -Ring… Ring…- Y el espejo le mostró un rostro ignoto, vacío de surcos, pues no tuvo ni lágrimas ni sonrisas que lo marquen con arruguillas. Le mostró un cuerpo de formas inalteradas, porque no tuvo motivos para que así fuera; no había sentido en su vientre ningún movimiento ajeno a él. Le mostró un cabello oscuro como el fondo de sus ojos; una ropa puesta al azar; un… -Ring… Ring…-
  No. No abriría. ¿Para qué? Pero… ¿Y si fuera él? (No… No). ¿Y por qué no? Tal vez Claudia le había contado que seguía viviendo en el bosque (aunque sola, sin sus padres) y decidió saludarla… ¡Qué ilusa! ¡Venir desde España sólo para verla! Si apenas era una chiquilla cuando Alejandro se fue, y él… él, todo un hombre de veinte años (¿o eran más?); robusto, varonil, maduro, con el instinto volátil de los pájaros.
  No. Seguramente era un turista perdido que venía a pedir orientación. -Ring… Ring…-
  No ladraron los perros, ya que no había; pero Caty, que estaba durmiendo en el sofá, maulló, como quejándose de tanto ruido.
  Abrió con desgano la puerta. Mas, al toparse con el cuerpo de un metro ochenta, sus párpados castañueleaban alucinados por la sorpresa. Era él: Alejandro, su Alejandro. ¡Bueno! Al menos, lo parecía. Botas negras, vaquero ajustado, sombrero raro, y el infaltable cigarrillo entre los dedos, de los largos (él siempre fumó de esos).
  El sol se adueñó del centro del cielo y, Caty, acostumbrada a comer a esa hora, encaró para la cocina. En la mesa, dos platos: uno para ella y el otro para Beatriz. Habría que agregar uno más; de todos modos, todavía no había terminado de cocinar y, la olla en el quemador, despedía un aroma exquisito.
  ¿Hacía cuánto que no se veían? ¿Veinte, treinta años? Sólo dos cosas coincidían con su partida: el sol de las doce y la tristeza de unos ojos sin pausa. Pero… ¿Qué importaba ya el ayer? Él estaba allí, apretujándola entre sus musculosos brazos, haciéndola olvidar si alguna vez perteneció a alguien, o si compartió con alguien la alfombra frente al hogar, o el espacio enorme de su cama, o… Nada más quería acurrucarse (también Caty lo hacía ahora en el mismo sofá) contra el pecho lampiño y húmedo de Alejandro.
  ¡Alejandro!... ¡Ah! , si supiera cuántas soledades lo había soñado así (y eso era siempre, porque siempre estuvo sola), tan viril, tan perfecto. ¡Tanto! , que hasta la pavesa del hogar le envidió su fuerza. Él quemaba más que el fuego. Y ella, zarza ardiente, que no se consumía ni intentaba apagar ese fuego, se dejaba abrasar.
  Declinaba el día cuando la ambulancia arribó al hospital. La camilla rodó hacia terapia intensiva. Portaba el cuerpo al rojo vivo de una mujer. Daba la impresión de haber estado en un gran incendio. Cabellos negros, de unos treinta años de edad. A su lado, sin lograr separarla de ella, una gata blanca le lamía el mentón.
  El informe policial confirmó que un escape de gas fue la causa del incendio. Una alarma avisó a todos los del edificio del fuego, los cuales salieron corriendo para salvarse. Todos, menos ella. Un bombero trató de reanimarla, mientras otro echaba agua para abrirle paso.
  -Pi… pi… pi…- (Miaauu)
  Su mente, fecunda de imágenes, sabía que ya no estaría más sin él. Sí, otra vez juntos: Ella y Alejandro… Y esta vez, para siempre…

  -Piiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…


Anhelo (G. B. I.)

Esos espacios de cólera,
esos momentos de furia,
esos instantes de rabia,
quisiera, no tengan tu nombre.

Ese sentirme agobiada,
al punto de botarlo todo,
mordiendo lo intolerable,
no debe tener tu nombre.

Mas, esa paz infinita,
ese amor más allá de mí,
esa esperanza de verte,
eso...te lo debo a ti.

Albur (G. B. I. - 03/03/2012)

Tu albur amoroso se disipó
en los hontanales de mi razón,
hasta evaporarse la imagen
que yo había fraguado de ti.
Sólo quedó mi yo depurado,
y un recuerdo fantasmal...



A Morteros, mi ciudad natal (G. B. I.)


Hubo una vez algo más que fronterizos ojos alcanzando los argentinos campos. Detrás de ellos cabía una historia, diez dedos, cien caminos, mil muertes; todos ellos, productos sangrientos de una artillería que curvó sus sueños.
El italiano regresaba de la muerte. Pero… ¿Adónde, si su patria yacía manchada de dolores, destrozada por la guerra, por el hambre y el silencio?
¡Cuántas horas, cuántos días, cuántos meses se escapó su corazón a espiar otros lares! A lo lejos, parecía elevarse del polvo un coro de ángeles vitoreando su arribo, extendiendo sus alas señaladoras de fértiles oportunidades.
Ese fue el comienzo de su historia. Su nombre, acaso evocaba tristeza de morteros y retumbe de huidizos pies descalzos. Quizá fue éste el artilugio nefasto que inspiró paradojalmente a perpetuar el pasado. Mas, luego, ese nombre se transformó en la esencia de la vida. Ya no explotaba, no destruía. Ahora machacaba heridas viscerales, blanquecinas de trigo. Ahora desgranaba pesares, con la fuerza callosa de unas manos esperanzadas de futuro. Ahora era una herramienta de progreso, prometedora de cambios, creadora de melodías.
En esa Morteros nací y crecí. Y, aunque el tono acordobesado de mi hablar me abandonó hace tiempo, mi sangre cuartetea al recordar sus calles, la casa de Agapito y su morera, la carpita del “Viejo Carranza” cerca de la iglesia, la bomba de agua del vecino que se apiadaba de todos los sedientos, las rosalindas que cubrían el chalet de la otra esquina, las frutillas de doña Sofía y su enorme corazón, las…

Cómo olvidarte, Morteros, si la libertad te llamó a gritos, y acudiste sin pestañar, olvidándote de tu dicotomía terruña, y aunando esfuerzos… por progresar.